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Una impulso vital, una casualidad y una canción. La Lá en México.

La cantautora peruana visitó la ciudad de México para mostrar el cúmulo de emociones que puede despertar la aparente fragilidad de una canción.

Foto: Francisco de los Santos

Por Oscar Adad

Aquella noche en Bajo Circuito la colmaron de regalos. Y ella, generosa, devolvió el gesto con más de una veintena de hermosas canciones que la gente coreó entusiasmada desde que apareció iluminada en el escenario. La Lá (“la que es nada”, de acuerdo a la historia que ella misma cuenta) vino de Perú a cantarle al oído a la ciudad de México en una noche fría y lluviosa, y mostrar el cúmulo de emociones que puede despertar la aparente fragilidad de una canción.

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El concierto empezó atropellado. Fallos técnicos por doquier por parte de la sala hicieron que La Lá se perdiera en su primera canción. “Vamos a levantar esto —le dice a la banda— como los voleibolistas” (en un guiño a su madre, quien, como pasatiempo, jugaba con algunas integrantes de la selección nacional de voleibol de su país). Y lo levantó. Con todo y los descuidos de audio, ese fue el inicio de un concierto espléndido para un público que, desafiando a la quinta ola de Covid, casi agotó las entradas del foro.

Esa mujer, quien, de forma serena, resolvió una situación que parecía desastrosa en el escenario, se llama Giovanna Nuñez, tiene 40 años recién cumplidos y está feliz porque al fin se hizo del piano que siempre anheló desde niña, pero que sus padres, por la situación económica, nunca pudieron regalarle. “Era la niñita cansona que pedía un piano. Una desubicada total. Imagínate pedir eso en una familia que a penas podía pagar el colegio —me contó en videollamada días previos a su concierto en la ciudad de México—.

Se crió con su madre y su abuela. Y en su tiempo libre se la pasaba viendo televisión con su hermano encerrados en la habitación. Una infancia aburrida —me cuenta— en la que nunca hubo clases ni de música, ni artes. Sin embargo, siempre escuchaban música en casa y, esa recámara donde veía la televisión con su hermano, era también un espacio para el baile. “Esa pulsión la tuve toda la vida: la música y bailar. Son dos maneras en las que siento que me conecto de otra manera con mi mundo, de una manera más fácil, más hermosa”.

Su niñez y adolescencia se desenvolvieron durante la dictadura de Alberto Fujimori (1990 – 2000) período marcado por la hiperinflación, crímenes de lesa humanidad y el terrorismo. “Cuando tenía 16, 17 años, había todo un movimiento de protesta hacia la dictadura de Fujimori y fui parte muy animosa. También por mi contexto familiar, de amigos y de colegio, éramos bien opuestos a ese sistema, a ese partido político y a sus ideas”.

De hecho, en 2018, editó el libro infantil ¡Apagón!, ilustrado por su papá, el caricaturista político Alonso Nuñez, y en el que ella se hace cargo de las historias. El libro se sitúa en la década de los 80, cuando los apagones provocados por el terrorismo eran comunes en Perú. “Curiosamente, tal vez protegida por mi misma inocencia y por mis padres, no rememoro aquellas noches sin luz con miedo. De lo que yo más me acuerdo es de cómo jugaba y lo bien que la pasaba con mi hermano mayor, Alonso. Amparados en la oscuridad, se nos disparaba la imaginación. Nos divertíamos como chanchos sin que los adultos nos estuvieran viendo”, le contó a la periodista Gabriela Machuca, del diario El Comercio. 

Llegó el fin del colegio y Giovanna quería estudiar música, pero abandonó la idea de hacerlo porque el conservatorio solo admitía estudiantes con conocimientos previos, y ella no los tenía. “Pensé que el mundo de la música estaba cerrado para mí, así que me dediqué a otra cosa y me fui a estudiar filosofía”, me dice con cierta nostalgia.

Pero la música era una semilla vital que pronto iba a florecer a pesar de todo. 

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Esta pasión que yo siento por ti

Fue la causa de tu fuga

Pero pasó

Ya nadie te va a robar”…

Es la primera estrofa de “Oeste”, un tema simple, pero con la suficiente sensibilidad y belleza para hacer cantar a quienes la escucharon por primera vez. “Mientras estudiaba filosofía hice una canción de manera casual y de ahí conecté —recuerda—. Pero no es que haya dicho: ‘voy a dedicarme a la música, porque aunque nunca estuve en una clase, igual lo intentaré’. Solo me salió esta canción y me pareció una experiencia que no podía olvidar”.

Y sus futuros seguidores, tampoco. 

Fue así que, sin saberlo del todo, iniciaba una carrera musical que vería la luz años después en tres álbumes editados hasta la fecha: Rosa (2014), Zamba Puta (2017) y Mito (2021).

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Las canciones de La Lá son una especie de diario autobiográfico en el que recuerda, entre otras cosas, lo frustrante del trabajo doméstico, la violencia contra las mujeres, el amor hacia las abuelas, sus preocupaciones medioambientales o lo hermoso de la amistad. Pero también me llama la atención el sonido de su música más allá de la letra.

Sus canciones son sencillas, pero en esa sencillez está la fuerza que las sostiene, si se escucha con atención, se asoma un enorme prisma de matices, colores e intenciones. ¿Estilos diversos?, sí, también, pero me quedaría corto. Su música no solo se trata de música, sino que se perciben inquietudes que van más allá de las palabras o la lógica musical. Pueden escucharse sonidos guturales, llantos, o “sonidos de extraterrestre”, como ella misma los define.

“La música me permite todo. Para mí la música es un espacio que, si bien soy consciente de sus márgenes formales, está también la conciencia de que hay cosas que voy a querer expresar y que pueden transgredir un poquito esas formas. Si me provoca hacer un ruido o algo que no sea comprensible, más bien mejor, porque siento que mantiene ese recordatorio de que no esperemos que las cosas sean tan lógicas”, explica.

Asimismo, la idea de la música como una necesidad primaria en el ser humano me es atractiva, y La Lá la refleja: una mujer que simplemente dejó fluir ese impulso por casualidad y que a partir de ello hizo un camino a pesar de haber desechado la posibilidad, por la idea predominante de que la música es solo para unos cuantos elegidos de las escuelas y los conservatorios.

“Creo que podría aprender música fácil, decirte las armonías, escalas y notas, pero siento que no le doy mucho interés a eso porque igual cuando compongo no quiero tener esos presets, quiero ir lo más desarmada a la música, a la guitarra o a la voz para poder moverme casi como a ciegas. Siento que ahí es donde yo puedo encontrar un canal que me permite expresarme”.

Y abunda: 

“Cuando quieres componer algo de manera voluntaria y racional, lo más probable es que te vengan referentes que vas a querer retomar y modificar para hacer algo bonito, como si la premisa fuera hacer algo bonito. Pero siento que para mí, ese modo va a veces en contra de mi necesidad más básica que es sacar algo; y quiero dar ese espacio a que salga como sea”.

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Foto: Francisco de los Santos

Uno de los momentos culminantes del concierto llegó cuando La Lá llama al escenario a sus dos invitados de la noche: la chilena Paz Court, quien abrió el concierto; y el mexicano El David Aguilar. Y aquí es que se nota la solidez, diversidad y camaradería del circuito de cantautores latinoamericanos contemporáneos, quienes han tomado la ciudad de México como un epicentro de creatividad. 

Si hacemos un poco de historia, un fuerte movimiento de cantautores empezó a emerger hace casi diez años en la capital de nuestro país. Encontraba acomodo en espacios como El Foro del Tejedor, El Cantinazo, evento itinerante organizado por Augusto Bracho, o bien, la casa del propio David, bautizada como El depa de los plebes, y espacios similares como Café Aurora, de la poeta Guadalupe Galván. Así, importantes artistas como Belén Cuturi, Pepe Muciño, Loli Molina, Laura Murcia, Silvana Estrada, Laura Itandehui y Lázaro Cristóbal Comala, entre muchos otros, tuvieron mayor visibilidad.

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Aunque de carácter algo introvertido, La Lá se mueve con naturalidad en el escenario. Tose con frecuencia durante buena parte del show, pero lo toma con humor e imita a la cantante de pop Alejandra Guzmán. Luego, pide un par de mezcales y asunto arreglado. Mientras tanto, la gente le regala flores, pulseras, aretes, y ella se da tiempo de tomar los obsequios y agradecer las muestras de cariño, incluso, de firmar un autógrafo. 

“Ya no ensayamos más canciones con la banda”, le dice al público anunciando el final de la velada. Pero su gente la adora y le pide que se quede un poco más. El grupo se despide y ella, dadivosa, se queda con su guitarra para ofrecer todavía un puñado más de sus temas. Y así, sola en el escenario, mientras practica frente al público antes de empezar a tocar, la imagino abriendo el camino para que naciera su primera canción, esa que surgió de casualidad, esa que dio pie a muchas más y que esta noche han hecho un momento íntimo, una noche de un vínculo eterno entre ella, su gente y quienes tenemos la fortuna de verla por primera vez.

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