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Gurrisonic Orchestra: Three Kids Music

La génesis del poderoso sonido de Three Kids Music, de la Gurrisonic Orchestra. José Gurría cuenta cómo el jazz, el punk, la vanguardia, el skateboarding y su experiencia de vida como migrante en Los Ángeles, dieron forma a su proyecto.

Foto: Jesús Cornejo

Por: Oscar Adad

IN YOUR FACE!, IN YOUR FACE!, IN YOUR FACE!, gritan los músicos en el escenario al detener su interpretación y toman por sorpresa a los asistentes al club Blue Whale. IN YOUR FACE!, IN YOUR FACE! El baterista interviene: ¡1,2,3,4!, marca con sus baquetas y la orquesta regresa precisa a la partitura. Segundos después finaliza súbitamente la pieza, se escucha un breve silencio y la sala se llena de aplausos. Se trata de la Gurrisonic Orchestra, una poderosa orquesta de cámara de ideas vanguardistas que abre una puerta a nuevas y emocionantes dimensiones sonoras. José Gurría-Cárdenas, o “Gurri”, como también suelen llamarle, es el compositor y baterista mexicano responsable de esta criatura gestada en Los Ángeles, California, y en la que logró reunir a grandes exponentes de la música creativa de la zona.

– Con esta música quería romper y avasallar- me confesaría después el baterista.

Gurría es un tipo que emana energía: habla, explica, detalla cada momento. Parece que regresa en el tiempo y tiene frente a sí a sus 22 cómplices de Gurrisonic. Su sonrisa delata a un compositor satisfecho con su trabajo luego de migrar a los Estados Unidos a desarrollar sus estudios hasta doctorarse y darle forma a un ambicioso proyecto tanto a nivel musical como organizativo.

Charlamos una tarde de invierno en su amplio departamento de la ciudad de México, sus tres hijos están con él y la música está en todos lados: instrumentos, partituras y portadas de sus discos favoritos pegadas en una pared logran despertar en la imaginación una infinidad de sonidos. Pero una fotografía algo maltratada de Igor Stravinsky en un bastidor de aproximadamente un metro por un metro colgada en la pared del comedor, atrae mi curiosidad.

– Me la encontré en un basurero de Los Angeles. Había varias, pero sólo esa me cupo en el coche – me cuenta.

Gurría inició su carrera en México como baterista del Ethos Trío, ensamble junto a sus amigos Javier Reséndiz, en el piano; y Arturo Luna, en el contrabajo. Con Ethos grabó dos discos antes de partir en 2008 a estudiar a la USC en Los Angeles. Allí, tuvo que ganarse su lugar, primero, al sacudirse los estereotipos que se tiene de los latinos en Estados Unidos; y después, darle credibilidad a sus composiciones. “Obviamente hay una cuestión donde si eres latino y no estás tocando salsa, tu razón de estar ahí es inmensamente exótica. Aunque sea Los Angeles, (California es el estado donde la población latina supera a la blanca no hispana) es una ciudad con una serie de prejuicios enormes para con las personas que no sean White American, o sea, es indudable. Y yo sí lo sentí”, afirma.

Sin embargo, siempre tuvo claro que quería hacer su propia música. Fue así que inició junto a otros artistas el Creative Underground Los Angeles, colectivo cuya premisa era hacer un frente común para tocar la música que les interesaba y que no se estaba haciendo en la ciudad. La mayoría de sus miembros provenían del California Institute of the Arts y de trabajar con importantes improvisadores y compositores dentro de la música contemporánea y experimental como Vinny Golia, Wadada Leo Smith y Terry Riley, entre otros. De este modo, cuando empezó a idear Gurrisonic, vio una gran oportunidad para echarlo a andar con los músicos del colectivo.

Estos son músicos que tienen una estampa muy personal, para mí eso fue algo que me liberó e inspiró porque, quizás, fue la primera vez que me di permiso de ser yo mismo para bien y para mal, expresar por medio de mi música lo que realmente quería”.

Rápidamente preparó un concierto con arreglos que tenía guardados y organizó una fecha en el Blue Whale, lugar donde solía reunirse a tocar con el Creative Underground LA: “fue un putazo”, recuerda. “A la gente le gustó, pero lo que más me gustó a mí fue la energía que hubo con mis compañeros. Todos dijeron “¿y ahora qué, cuándo es el que sigue?” Y fue cuando pensé: “ok, va”.

Encontrar la sonoridad personal de Gurrisonic fue un proceso complejo que involucró, además de las referencias musicales, un cuestionamiento personal del baterista. “Uno como extranjero, de alguna manera, está dentro de la dicotomía de ir a sonar a los Estados Unidos como los americanos, cosa que era una mala estrategia de mi parte porque se iba a escuchar como una versión de segunda de lo que ellos hacen; entonces, esto se trataba de hacer una versión de lo que yo soy, y eso también es un proceso que toma años. Pero finalmente fue el punto de quiebre y el momento en el que yo me propongo comenzar a acuñar un sonido que me identifique y me sea satisfactorio”.

Gurría, además, no estaba trabajando en un lenguaje puramente jazzístico para la orquesta, porque –cuenta-, “todos los scores de jazz que hacía los sentía chafas. Después de escuchar a la Village Vanguard, Mel Lewis, Thad Jones, aquellas cosas maravillosas de Duke Ellington, yo decía: “¿Cómo voy a poder hacer un score de jazz en sí mismo?”. No tengo chance”, señala.

Fue entonces que empezó a reflexionar y hurgar en sus gustos musicales por diversos que fueran. Desde Paul Hindemith, Agustín Lara, Igor Stravinsky, hasta, incluso, el punk de Black Flag. Trabajó meticulosamente en escribir los temas de Gurrisonic y ensayar con la orquesta. “Había momentos que se convertía en una verdadera anomalía –cuenta-. Pero luego pude distinguir que esa misma anomalía, si yo la hacía con delicadeza y honestidad, quizás podía convertirse en una de las varias razones por las cuales mi música podía funcionar”.

Sin embargo, hubo un detonador no precisamente musical que hizo que la música de Gurrisonic lograra cuajar del todo: el skateboarding, encarnado en uno de sus más reconocidos exponentes: Rodney Mullen.

La patineta no parece, es una extensión de su cuerpo. Las piernas de Mullen tienen cuatro pequeñas ruedas empotradas a una tabla que bailan armoniosas por las calles: salta obstáculos, gira en 360 grados como un tornado, se eleva en el aire mientras hace malabares con su patineta para caer con pulcritud y continuar a toda velocidad su danza callejera. Con tan sólo observarlo y escuchar las ruedas recorrer el pavimento la adrenalina empieza a circular por el cuerpo. Para Rodney Mullen el skateboarding lo lleva siempre a crear cosas nuevas, sentirse libre y a dejarse llevar también por la intuición.

Hace cuatro o cinco años me volví un enorme fan de Rodney Mullen –cuenta Gurría– y un día escuché un documental de él hablando de la patineta de una manera que me llevaba a las lágrimas siempre. Yo decía: “quiero expresarme de esa manera”. Tiene un candor, una honestidad y una manera tan profunda de expresarse de cosas tan simples, que yo deseaba eso, quería entender mucho mejor. Y ha sido muy bonito porque muchas de las cosas en las que yo me baso están basadas en cosas de patinetas. Simple y sencillamente porque me encantó cómo una persona de un área a la que yo no pertenezco se expresara con la pasión con la que se expresaba. Yo quiero sentir así. Así es como siento yo, y él acaba de externar algo que yo no he sido capaz de hacer, entonces así es cómo va a salir mi música”.

Gurría es en principio baterista, un baterista aguerrido. Se acerca más a un baterista de punk que a uno de jazz. “Tengo mis propios termómetros –cuenta-; hay un espacio a donde tengo que llegar, y si no llego ahí, fallé. Inclusive, cuando estoy haciendo arreglos en donde la batería está ocupando un papel secundario, sé que necesito tener un cierto arrojo que lo relaciono mucho más con la energía de Black Flag”.

Relata que hizo un pacto con la batería en el que estarían juntos hasta el fin de sus días. Sin embargo, tuvo que alejarse de ella. Quería convertirse no simplemente en un baterista, sino “en un músico espléndido”. Aunque estudió con el legendario Peter Erskine, Gurría tenía claro que, para subir de nivel, la batería tenía que convertirse en una herramienta al servicio de su música. De hecho, para la grabación del disco de Gurrisonic, tuvo el conflicto entre dirigir o tocar.

En algún momento lo hablé con [Peter] Erskine, “bueno, y por qué no tocas la batería tú, y yo dirijo” –lo cual aceptó-. Y pensé, “no”. Y es que igual lo hace mejor que yo, pero desvirtúa completamente el paquete y la idea que tengo acerca de la música que quiero hacer. Es una extensión, estoy escribiendo, y la extensión es yo tocando la batería”, señala.

Ya con Gurría como baterista de Gurrisonic, la responsabilidad de la dirección recayó en Marc Lowenstein, reconocido director, cantante y compositor también de CalArts y quien ya había trabajado anteriormente con la mayoría de los músicos de la orquesta en otros proyectos. La experimentada mano de Lowenstein ayudó a esculpir la música del ensamble. “Me dijo: ‘mira, tienes a los mejores músicos de Los Angeles, vamos a apretarles las tuercas porque si los haces sudar, pueden hacer cosas interesantes’. Y tenía razón –continúa Gurría-. Pero era una cosa que yo no la hubiera sabido hacer. No tenía la madurez, la entereza y el don de mando. Y aparte, esta cuestión de inmensa fragilidad de llegar con tus rolas…”

El resultado del trabajo de Gurrisonic está reflejado en Three Kids Music (Quindecim,2015), – editado gracias al fondeo colectivo-, un álbum de 8 brillantes temas donde, a pesar de la complejidad en las composiciones, Gurría siempre tuvo claro que contar buenas historias era clave para enganchar con el escucha. “Yo quiero que la música le guste a las personas –afirma-. Sobre todo que también decidí que las rolas deberían ser grandes, de nueve, diez minutos. Tienes que entender qué hacer con ese tiempo. Es complicado. No puedes meter cinco mil cosas porque entonces ya la gente no entiende. Y no es por darles ninguna consideración, es simplemente una cuestión temática. Bueno, metes a este personaje, luego llega el mayordomo, qué le pasa al mayordomo, al final cae muerto, o mató a la otra persona, o… Necesitas todo ese tipo de cosas, y es algo muy importante y recurrente en cómo compongo”.

La noche cae en la ciudad de México y el baterista confiesa lo que significa Gurrisonic, no sólo en su carrera como compositor, sino en su vida en general después de haber pasado ocho años fuera de su país. “Quería pegarme un golpe a mí mismo y a la situación en la que me sentía: de un gran aislamiento, de una gran carencia, de una enorme tristeza porque esta música la hice con mis hijos lejos. La hice en Los Ángeles a raíz de mi separación. Entonces era así como esta cuestión de romper y de avasallar, que fuera una cosa que, por ejemplo, alguien que lo tuviera en los dedos y estuviera tocando, estuviera al borde de no poder tocarlo. Y tener ese drama, y esa emoción, y esa entrega que solamente te puede dar una persona cuando está yendo al borde”.

– Estabas en Los Angeles, tocando ya en las grandes ligas ¿Por qué decidiste regresar a México? –le pregunto.

– Por mis hijos…

Mira la galería realizada por Jesús Cornejo.

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