Uno de los grupos fundamentales para comprender el nacimiento de las llamadas Nuevas Músicas Colombianas es, sin duda, Curupira. Con veinte años de trayectoria y seis grabaciones en las que da rienda suelta a un explosivo estilo conformado por músicas tradicionales de su país y géneros contemporáneos como el punk, el rock, el funk y el jazz, el grupo de Urian Sarmiento, Juan Sebastián Monsalve, María José Salgado, Camilo Velásquez, Andrés Felipe Salazar y Jorge Sepúlveda, celebra dos décadas de vida con Curupira. Pa’ lante Pa’ trá (Editorial Quimbombó, 2020), libro en el que muy distintas voces ofrecen una profunda y colorida historia del grupo.
Curupira. Pa’ lante Pa’ trá contó con el reconocido periodista bogotano Luis Daniel Vega como editor y quien amablemente nos concedió la siguiente entrevista.
– ¿Cómo surge la idea de Curupira. Pa’ lante Pa’ trá?
Las idea fue de las hermanas Juliana y Tatiana Velasco quienes están detrás de la Editorial Quimbombó. Tatiana -hermana menor-, estudia música, producción e ingeniería de sonido en la Universidad Javeriana donde tomó clases con Jorge Sepúlveda [baterista de Curupira], de ahí partió la amistad entre ellos. Ella es una seguidora acérrima de Curupira y salió la propuesta de que yo fuera la persona que escribiera el libro. Me llamaron y, después de mucho pensarle, les dije que no iba a escribir ese libro. Empezaba la pandemia, sabía que iba a tener mucho trabajo en la Radio Nacional y que realmente no iba a lograr escribir un libro yo solo contando la historia de Curupira, así que les propuse ser editor.
– ¿Cuál fue la génesis del libro?
Empecé con unos textos que ya se habían escrito sobre Curupira, en especial uno de Andrés Gualdrón, un buen perfil del grupo que publicó hace unos tres años en la revista Vice, y me empecé a dar cuenta que ya había bastantes textos que hablaban de algunos de los personajes de la banda. Pensé que con eso me iba a alcanzar, pero fue creciendo de manera voluminosa y, lo que en principio iba a ser una recopilación de textos ya escritos, resultó un libro que escribieron muchas manos, es un libro polifónico.
Tomé el riesgo de invitar a los mismos integrantes de Curupira a escribir su historia en primera persona. Me parecía importantísimo que ellos, que son los protagonistas, la contaran. Los invité a escribir con el riesgo de que ninguno es escritor, se dedican a la música. Urian Sarmiento y María José Salgado estudiaron Musicología, entonces había más facilidad para escribir en el caso de ellos, pero el resto fue un trabajo de edición pesado, todo un reto. El resultado final estuvo muy bonito porque fue trabajar los textos durante unos meses y encontrar su voz en ellos. Y es también romper ese supuesto de que una persona que no escribe no puede aportar algo para un libro. Y resulta que sí.
– Hablemos de los demás colaboradores, cómo los seleccionaste y qué abordaron en los textos.
El problema era que no había dinero para invitar gente a que escribiera, entonces estaba apelando a la amistad y a la compinchería, a mis amigos y amigas con los cuales tengo mucha confianza y sé que le tienen mucho amor al oficio, a la música y a Curupira. Por eso invite a colegas a escribir textos nuevos aparte de los que ya estaban escritos, que eran los de Urian Sarmiento, escrito por Juan Pablo Conto, actual redactor de Radiónica, una emisora bastante emblemática en Bogotá; un perfil de Juan Sebastián Monsalve, director de Curupira, escrito y actualizado por Juan Carlos Garay; Andrés Gualdrón también actualizó su texto; Juan Pablo Conto había escrito hace mucho tiempo un perfil de Camilo Velásquez para su tesis en la universidad, le propuse que lo rehiciera y salió algo muy especial.
La otra parte era buscar gente de mucha confianza, así fueron saliendo los textos y trazándose el mapa. Invité a colegas periodistas como Jaime Andrés Monsalve a escribir las reseñas de los discos; a Astrid Ávila a que escribiera un perfil de María José Salgado, percusionista y gaita de Curupira; y al blog El Orejón Sabanero, que aportó las memorias de un seminario que organizó Curupira hace unos años.
Necesitaba también gente que hubiera sido influida de manera notable en sus carreras por el grupo y eso sí estaba más cerquita: era La Distritofónica. Entonces invité a varias de las personas que conformaron originalmente el colectivo: Juan David Castaño, Javier Morales, Ricardo Gallo, Alejo Forero y “Mange” Valencia. Ellos aportaron ese otro lado también muy espontáneo, no desde la escritura periodística estricta, sino desde el desparpajo de la amistad, lo subjetivo y emocional, cosa que me interesaba también que saliera en el libro, que no fuera algo estrictamente periodístico y muy justo, sino que se saliera un poco de esa idea. Me parece más interesante que esas otras voces aporten también parte de la historia.
También invité a José Fernando Perilla, con quien hice Festina Lente Discos hace diez años, un gran amigo y colega. Él escribió el prólogo y un texto acerca de una canción que Curupira le dedicó. Y por otro lado, invité a Santiago Gardeazábal a que escribiera un texto sobre la Gaita Fantástica, porque ese disco se hizo cuando él era mánager de Curupira y hay toda una aventura en Nueva York con John Zorn y todo el asunto.
Tatiana Velasco también se sumó y escribió un diario de otro seminario que organizó Curupira el año pasado. Ese también fue muy bonito porque ella es muy joven y en el diario está la clave de este libro, ya que ella se pregunta en un momento del diario muy emocionada por lo que había vivido en esos días, por qué la historia de Curupira no estaba en un libro, y ese es el origen de esta publicación. Ella escribió también una reseña muy cortita y muy ingenua del nuevo disco de Curupira, contenido en el libro y que se llama Siete Perfecto. Y en eso no tuve reparos. Me gusta que haya una voz especializada como la de Jaime Andrés Monsalve y esta otra de Tatiana, perspectivas que contrastan en lenguaje y todo, y eso me parece que le agrega bastante al libro.
Finalmente invité a Beatriz Castaño, mamá de Juan Sebastián Monsalve. Ella estuvo detrás de un bar muy legendario que se llamaba Tocata y Fuga, muy legendario para todos nosotros, para la historia de la música reciente en Bogotá y para Curupira. Ella inicia el libro con un texto hablando sobre Tocata y Fuga, y ese también fue muy especial hacerlo porque el gesto de invitar a gente que nunca se ha sentado a escribir me parece que le aporta muchísima frescura y profundidad al libro. Lo saca a uno de esas ideas preconcebidas acerca de lo que es escribir, del acercamiento o al periodismo o la ficción, en este caso al contar una historia en primera persona, y eso fue muy chévere de hacer como editor.
– Para ti como editor y periodista, ¿cuál es la importancia de Curupira?
Pasa que Curupira no ha sido reconocido ni en Colombia ni regionalmente salvo en casos excepcionales. Esta es una historia larga con una música bastante particular que tal vez no tiene el reconocimiento que uno quisiera o ellos quisieran tener. De pronto este libro podría aportar para ello.
El caso de Curupira es que musicalmente para un sector de la escena en Bogotá es crucial. De ahí parten muchas ideas que ahora sí tienen un reconocimiento global como es la movida de Meridian Brothers y todo lo que sale de La Distritofónica. Todos y todas coinciden en que Curupira les abrió la puerta para interpretar esas músicas raizales desde las lógicas que uno quisiera y desde la ciudad.
El aporte de Curupira acá en Bogotá fue que dieron esa otra visión: se puede tocar esta música sin imitarla, sin querer llegar a ser una caricatura de estas músicas tradicionales, raizales o campesinas; se puede hacer este trabajo desde la investigación sin ser paternalista, se puede hacer esto como un gesto estético más allá de esa visión paternalista de “voy a rescatar músicas que están en el olvido”. Es un patrimonio sonoro que estaba allí y tenemos derecho a interpretarlo como queramos desde las lógicas que queramos.
Y ello también ayudó a que muchos de estos músicos tuvieran mucho más reconocimiento después de que Curupira los descubriera. Pero, repito, este es un sector muy pequeño. Curupira no esta en el imaginario del colombiano, del bogotano común de a pie, no está en el imaginario de la música popular tampoco. Curupira sigue siendo un grupo subterráneo de la movida bogotana y un secreto para el escenario musical en Colombia.
– Por las características del grupo ¿en el libro existe el punto de vista desde el decolonialismo?
En este libro nunca pensé en trazar ningún derrotero tras esa mirada del decolonialismo, pero es muy bonita la historia de Curupira porque surge después de un viaje a la India que hicieron a finales de los 90 Juan Sebastián Monsalve y Urian Sarmiento en el que se dieron cuenta que era un país cuya cultura había sobrevivido a un colonialismo brutal. En ese momento en paralelo muchos músicos colombianos se estaban yendo a Cuba porque creían que allá iban a encontrar lo que estaban buscando. Y Urian y Juan Sebastián al contrario. Se dieron cuenta en la India que lo que tenían que hacer era volver a Colombia y encontrar esa forma de resistir al colonialismo. Lo mismo les pasó a los de Cuba. En Cuba sucedieron un montón de acontecimientos que los hicieron parar en seco y decir: “pero yo qué estoy buscando acá en la música cubana si lo que yo tengo que buscar es esa música que tengo a la mano y que puedo ir a reinterpretar”. El texto de Juan Sebastián Monsalve habla de esa resistencia cultural.
– Finalmente, ¿para ti qué representa este libro?
Es el primer libro que hago como editor y es un libro que me hubiera gustado ver como aficionado a las músicas en Bogotá porque carecemos de memoria en esta ciudad. No sabemos lo que tenemos, no sabemos lo que ha pasado. Sabemos la historia oficial de los grupos y de los personajes muy reconocidos, pero esa otra historia también importante que cuentan nuestros avatares musicales siempre queda por ahí, o en un artículo aislado, o en una tesis de maestría de Musicología, o como leyenda, pero no se concreta en libros. Estos libros son muy importantes, porque es tan importante que haya una biografía de Juanes como un libro que cuente la historia de Curupira. Entonces, para mí, más allá de editor, me llena de alegría ver que alguien que va a la librería puede decir: “algunas personas se tomaron el trabajo de reunir la historia de Curupira“. Eso es muy emocionante.
*Una legión de ángeles clandestinos
Por Beatriz Castaño
Cinco mujeres conformamos en 1985 la agrupación María Sabina. Éramos Flavia Costa, Silvia Mejía y yo, que cantábamos y tocábamos guitarra. En la conga y el bongó estaban Berta Quintero y Silvia Casas. Todas estábamos atravesando un momento de transformación muy profundo en nuestras vidas. Ahora que miro para atrás, confirmo que fue una conjunción muy poderosa. Con Flavia, por ejemplo, habíamos recorrido México a finales de los setenta junto al grupo Son Latino. Íbamos de pueblo en pueblo cantando a dúo poemas de Mario Benedetti –aún resuena en mi cabeza la musicalización que hicimos de “Tengo miedo de verte”- e interpretando versiones de Nacimiento, una banda argentina que marcó profundamente nuestra generación. Silvia –activista de izquierda y actriz-, además de la alegría del bongó y su potente voz pregonera, traía un impactante repertorio de canciones propias que transgredían la realidad, mientras que Berta acarreaba el salvaje espíritu salsero de los años setenta. Ese ímpetu de Berta se consolidó años más adelante en Caña Brava, la primera agrupación de salsa colombiana compuesta por mujeres. Éramos independientes y atrevidas.
Nuestro primer concierto fue en el bar Café Libro de la calle 46. No se me olvida que nos maquillamos y nos disfrazamos, con la firme intención de sentar un precedente en la escena. Esa noche logramos impactar al público. Así estuvimos varios meses tocando, hasta que apareció en nuestras vidas un saxofonista italiano llamado Agostino Bianco, que le imprimió melodías a un grupo que solo tenía voces, guitarra y percusión. Con este vinieron otros cambios. Silvia Casas -quien se fue a trabajar con nuestro querido amigo Misael Torres y su grupo Ensamblaje-fue reemplazada por el bongosero Orlando Morales e invitamos a un nuevo guitarrista, amigo de Bianco, llamado Jean Paul Ruard. Él fue el que sugirió conseguir un bajista. Así fue como ingresó Juan Sebastián Monsalve, quien, a pesar de sus catorce años, ya tenía alguna experiencia. Asumió el reto con entusiasmo. En ese momento se consolidó un nuevo María Sabina.
Ya por esos días nos trasteamos a nuestra casa en el Parque Nacional. Allí empezó un trasegar de grupos de teatro como Teatro de la Memoria, Ensamblaje Teatro y varias bandas que ensayaban en el garaje: La Rata Poética –el grupo de los hermanos Duarte que más adelante se conocería como La Derecha-, La Pestilencia y, por supuesto, María Sabina. Años después llegaron al ensayadero Presagio y Parche Funk.
De aquel grupo integrado originalmente por mujeres solo quedábamos Flavia y yo. Al tiempo ella se fue a continuar su oficio teatral con Sergio González en Acto Latino. Juan Sebastián asumió la dirección y llegaron José Duarte en la batería, Rubén Aguirre y Daniel Jaime en las guitarras e Hitayosara Ojeda en la voz. Con esa banda, y bajo el pilotaje de Juan Monsalve, se montó la ópera rock El Ángel Azul, protagonizada por mi otro hijo, Damián Ponce, quien a sus diez años también tocaba el bongó con los músicos. Allí convocamos a varios amigos y jóvenes para actuar, hacer escenografías, un comic, títeres y vestuarios. Éramos un equipo de veinte personas. La obra tuvo gran aceptación entre el público juvenil. En las dos temporadas que hicimos en el Teatro Colón tuvimos lleno total, al igual que en el Teatro Colsubsidio y en el Gimnasio Moderno. Luego, en el 94, montamos Filibusteros, cuentos de piratas, una pieza de teatro escrita por Juan Monsalve cuya música contó con la batuta de Juan Sebastián Monsalve.
En el año 96, si no estoy mal, invitamos a tocar con nosotros a Eleonora Souza y Arturo Suescún. Ella era bailarina y percusionista, él actor y clarinetista. Por esos días Urián Sarmiento apareció en el camino y se hizo cargo de la batería. Gracias a una entrevista que me hicieron en El Espectador, Humberto Moreno, director de la disquera MTM, me propuso grabar un disco en el que invitamos a músicos increíbles como como Antonio Arnedo, Joel Márquez, Ernesto Díaz, Orlando Sandoval, Alexei Restrepo, Nicoyembe, Juan Rochón y Mario Restrepo. La grabación fue publicada en 1997. Contiene adaptaciones musicales de poemas de Gonzalo Arango, Juan Manuel Ponce, Juan Manuel Roca, Jairo Ojeda, Samuel Serrano y Armando Carrillo.
A finales del año 1998 entraron a María Sabina el saxofonista Pacho Dávila y el guitarrista Iván Altafulla. Con ellos montamos el que sería el último repertorio de la banda e hicimos un concierto en diciembre del 99. Nuestra despedida fue en el Teatro La Candelaria.
Los vientos de cambio se sintieron huracanados. Luego de un viaje a la India, Juan Sebastián y Urián querían armar una banda. Estaban muy entusiasmados con el folclor del Pacífico y el Caribe colombianos. Convocaron a un combo de entusiastas y una jovencita osada: María José Salgado, Iván Altafulla, Richard Arnedo, Jorge Sepúlveda y Andrés Felipe Salazar Así, en abril del 2000, nació Curupira con el disco Pa´ lante pa´trá. Coincidió esto con otro asunto que nos cambiaría la vida radicalmente.
Meses antes, desde enero para ser exactos, Juan Sebastián decidió invertir todos sus ahorros en una aventura altruista: acomodar una sala de conciertos en el primer piso de nuestra casa. Durante varias semanas desbaratamos el lugar a punta de martillo. Así, aquella vieja casa del barrio La Merced se convirtió en Tocata y Fuga, hogar de un montón de bandas emergentes y profesionales del momento. La inauguración corrió por cuenta de 1280 Almas. Ese día -pues el concierto fue en la tarde- llegaron muchas personas que no encontraron sillas donde sentarse. El mobiliario, así como el agite, llegaría después.
Programábamos cuatro días de la semana, de miércoles a sábado con todo tipo de grupos: desde música de cámara y tradicional hasta rock y reggae; en algunas ocasiones tuvimos teatro y exposiciones de pintura. Nuestro equipo de trabajo era la familia. Zoraida Giraldo, compañera de Juan Sebastián en esos días -y quien estaba a punto de dar a luz a mi adorada nieta Valentina- fue la encargada de atender a la clientela. Ella estuvo a mi lado los cinco años que duró el sueño. Por su parte, Gaspar Guerra se encargó de la puerta, Claudia Morales hizo de mesera, Orlando Morales puso música de su fabulosa discoteca personal y mi hija, Magdalena Monsalve, hacía todas las semanas la chapola de programación mensual que se repartía en las universidades y las salas culturales.
Los primeros dos años desfilaron por la casa multitudes variopintas. Fueron tantas las bandas que pasaron por nuestra diminuta y entrañable tarima que, seguramente, se me escapan muchos nombres de gentes solidarias que siempre estuvieron dispuestos a tocar frente a un público reducido o a llenar la sala con su familia y amigos. Ellos y ellas no dejaron caer tan rápido la quimera: Tupac Mantilla, Adriana Vásquez, Juan Carlos Padilla, Juan Carlos Rivas, Santiago Zuluaga, Carlos Posada, Sergio Checho Gómez, Deborah Miranda, Juan Manuel Vergara, Daniel Correa, Pedro Ojeda, Joel Márquez, Johannes Bockhold, Leonor Convers, Victoria Sur, Pedro Acosta y Liliana Serrano son algunas de las personas que hoy, al recordarlas, me hacen estremecer por dentro. Lo mismo me sucede con las innumerables bandas que, con generosidad y cariño, mantuvieron a flote ese barco de locos: El Ensamble Polifónico Vallenato, Ays Dúo, Asdrúbal, La Severa Matacera, La Papaya Partía, Alerta Kamará, Kolcana Soviet, La Seca, Puerto Candelaria, La 33, La Mojarra Eléctrica…
¡Sucedieron tantas cosas emocionantes en el primer piso de esa casa! Al final de semestre el saxofonista alemán Tillamn Denhardt llegaba con sus alumnos de la Universidad Javeriana. Como si fuera una fiesta familiar había sorpresas para los que se atrevieran a montarse en la tarima. Recuerdo el día en el que un par de pelaos que venían de Bucaramanga se aparecieron en la casa. Me dijeron que estaban buscando un lugar para tocar. Aun cuando no tenía ni idea de quienes eran los invité sin meditarlo demasiado. El día del concierto no salíamos del asombro ante el humor transgresor de Cabuya, la banda legendaria en la que se dio a conocer hace tantos años Edson Velandia. Allí también se gestó un disco que revolucionó el jazz en Colombia. Fue en el año 2000, antes de Jazz al Parque. Inesperadamente llegaron un montón de músicos durísimos. Hubo jam hasta las cinco de la mañana con Tico Arnedo, Eblis Álvarez, Urián, Antonio Arnedo, Ben Monder, Satoshi Takeishi, Avishai Cohen, Jason Lindner y Jeff Ballard. Entre estos dos últimos y Juan Sebastián fluyó una potente química. Al año siguiente grabaron Bunde nebuloso.
En septiembre de 2002 el disco en cuestión se estrenó en el Teatro Libre. Esa misma noche planeamos un toque de Curupira. Sabíamos que sería una noche memorable pues ya Jeff, Jason y Anat Cohen –la clarinetista del bunde- nos habían dicho que caerían después del concierto en el Libre. El chisme se regó como ruido de pólvora. El asunto terminó, como era de esperarse, en una fiesta brutal. Estaba tan lleno que no le cabía un tinto a Tocata y Fuga. Afuera, en la calle, había montones de personas que querían entrar a toda costa. Alejandro Jaramillo y yo salimos para calmar los ánimos, pero la gente estaba muy alborotada. Entre el gentío se encontraba Teto Ocampo y su compañera. La cosa es que si yo le abría a Teto, tenía que dejar entrar al resto. La situación se puso tensa y un vecino llamó a la policía. Vieron el carro de Teto mal parqueado y se la montaron. Él no tuvo más remedio que irse. Hasta el día de hoy me abochorna lo que pasó. ¡Teto, así haya pasado tanto tiempo, aprovecho y te pido una disculpa!
Las paredes de la barra se fueron llenando con las fotos de los músicos que tomaba Guillermo Santos. Con mucha maña lográbamos convencerlos para que hicieran una pausa y se dejaran retratar. Allí quedaron para la posteridad los rostros de Daniel Correa, Kike Mendoza, Pacho Dávila, Anat Cohen, Jason Lindner, Avishai Cohen, Jeff Ballard, Primero mi Tía, Curupira, Damián Ponce, La 33, Tupac Mantilla, Juan Carlos Padilla, William Maestre, Edy Martínez, Héctor Martignon, el grupo Zoe de Bogotá, y una buena cantidad que ahora se me escapan. La vida en la barra era agitada: Zori iba de un lado al otro sirviendo tragos, recogiendo botellas y preparando cafés. Mientras tanto, Alejandro Jaramillo sacaba un tiempo de su vida cotidiana y se encargaba de atender a la clientela.
No fue fácil para mi ser la administradora. El deseo de cantar siempre estuvo latente. En cambio, tenía que estar pendiente de platas, tragos y uno que otro borrachín. Eso resultó frustrante. Hicimos un gran esfuerzo y continuamos a todo vapor, a pesar de que siempre nos cuestionamos si valía la pena abrir al otro día. La cosa se puso dura y lentamente el público perdió su arrebato. En esas apareció la saxofonista Liliana Serrano, quien traía una idea.
Así nacieron los jams de los jueves en Tocata y Fuga. Liliana –saxofonista de Primero Mi Tía- convocaba a los músicos, los recibía y los organizaba… ¡Hasta tenía un esquema detallado con colores! Durante varios meses fue un éxito y, de nuevo, la sala resplandeció. Llegó un momento en el que Liliana ya no pudo timonear ese barco. Providencialmente, en una de sus maratónicas sesiones de difusión, dio con José Fernando Perilla en UN Radio. El hombre se puso la camiseta y decidió tomar las riendas. Así, nuestro querido José Perilla llegó para quedarse por siempre en la familia. Al frente de los jams, José hizo de todo: pegó afiches en las universidades, lo promocionó desvergonzadamente desde su programa en la radio y, si la cosa se ponía candela, hasta se metía en la barra como la ocasión en que Jeanette Riveros llegó con los músicos de Radio Tarifa –la banda española de música sefardí- para rematar el Jazz al Parque de 2004. Aunque los grupos seguían llegando, abrieron nuevos lugares con la misma idea. Los músicos se fueron. Ya era el momento de la despedida.
El último jam se hizo ocho días antes de clausurar definitivamente Tocata y Fuga. Estuvo a reventar. De pronto apareció Tico Arnedo. Como estaba tan lleno y no se podía pasar, la gente lo levantó por encima de nuestras cabezas y llevó su silla de ruedas hasta el escenario. Fue una imagen hermosa. El ambiente estaba tan eléctrico que se acabó el trago. Como ya estábamos en la quiebra no había nada ni en la barra ni en la bodega. Esa noche nos tocó salir corriendo a la tienda de Martica para que nos resolviera el impase etílico.
El último día hicimos una gran fiesta que, extrañamente, ni Zori, ni Alejandro, ni José recuerdan. Tal vez borraron de la memoria esa parranda pues fue muy duro cerrar las puertas de la casa y despertar de la ilusión. Aunque yo tampoco lo tengo muy claro, creo haber visto esa noche a casi toda la legión de ángeles clandestinos que nos acompañaron durante cinco años.
Bogotá, marzo de 2020.
*Agradecemos a Luis Daniel Vega y Editorial Quimbombó el texto para su reproducción.