Cuando se piensa en grandes festivales de jazz, rápidamente se vienen a la cabeza nombres como Montreal, Newport, Monterey, Nueva Orleans, Montreaux o Copenaghe. Al menos, en México, la brújula del género siempre ha estado dirigida a los Estados Unidos o Europa. ¿Pero qué sucede al sur de nuestro continente? ¿Existirá en Latinoamérica un festival con trayectoria e identidad que lo conviertan en referencia en la región y, por qué no, en el mundo? Por sorpresivo que parezca, la respuesta es, sí. Ese festival existe, se llama Jazz al Parque y, desde hace veinte años, sucede anualmente en la ciudad de Bogotá.
Bogotá es música a todo volumen. Su actividad de conciertos y festivales es numerosa, no por nada la UNESCO la nombró como una de las Ciudades Creativas de la Música. Las tres veces que he pisado este lugar mis oídos se revitalizan con las distintas sonoridades que ofrece. Sin embargo, la música es tan sólo una parte de la realidad que se vive aquí. Si bien uno puede disfrutar de la música en casi cualquiera de sus rincones, basta caminar —si se tiene espíritu arriesgado— por la Avenida Décima o la Caracas para respirar una urbe violenta y golpeada por la marginación.
Otra realidad es la que se vive al norte, donde se encuentra el parque El Country, sitio que alberga al festival. Estamos en una de las zonas con mayores ingresos de Bogotá, pero no hay que dejarse llevar por lo que se percibe a primera vista. Este parque es simbólico porque anteriormente era un club privado de Polo que fue expropiado por la alcaldía para convertirlo en un espacio público y abierto a los ciudadanos. Es un lugar impresionante. Cruzamos la puerta y, poco a poco, se abre a la mirada un majestuoso jardín de enormes proporciones que hace juego con el azul del cielo y las tan características nubes bogotanas. Familias enteras haciendo picnic, niños jugando al fútbol y jóvenes en grupos de amigos o parejas, dan vida al multicolor cuadro.
Durante mi camino hacia el escenario es inevitable recordar mi país y lo precaria que es su política cultural. En México no contamos con un festival de jazz como éste, surgido de la política pública. Un festival gratuito donde se encuentren la música y las actividades académicas; un festival con un concurso para formar parte del cartel con jurados que cambian constantemente y que también tienen que someterse a un proceso de selección; un festival de alto nivel en su curaduría nacional e internacional. Vaya, un festival donde lo más importante sea ofrecer una mejor calidad de vida a los ciudadanos a través de la cultura.
El periodista Luis Daniel Vega ha venido a casi todas las ediciones de Jazz al Parque; para él, además de recordar conciertos memorables —como el del legendario saxofonista Sam Rivers, o ver a la cantante Lucía Pulido acompañada por Ted Poor y Stomu Takeishi—, este tipo de encuentros son esenciales para una ciudad tan violenta como Bogotá. “Venir y estar uno al lado del otro, estar dispuesto a encontrarse con la sorpresa y asistir a un momento de democracia en el que nadie compró una boleta para estar hasta adelante”, afirma.
El festival forma parte de las iniciativas “al Parque”, impulsadas hace veinte años por el entonces alcalde Antanas Mockus como una forma de inclusión social. El circuito actualmente incluye Rock al Parque, Salsa al Parque, Rap al Parque, Ópera al Parque y Jazz al Parque.
La música da inicio desde las 14:00 horas. Los primeros en subir al escenario son los ensambles locales que lograron su participación gracias a la convocatoria lanzada por el festival. Aunque todavía hay poca gente en el Country, la que hay, se acerca, escucha y se emociona con los grupos de su ciudad; grupos que muestran la diversidad de estilos de jazz que conviven aquí.
Jaime Andrés Monsalve, jefe musical de la Radio Nacional de Colombia, afirma que definitivamente el festival ha contribuido a la formación de una escena de jazz en la ciudad. “Empezó a generar una conciencia de la necesidad de que el jazz fuera relevante. A eso, súmale que fue el primer promotor de fusiones entre la música improvisada y la música tradicional colombiana y, gracias a eso, surgieron grupos que ya no eran considerados propiamente de jazz, sino de evolución de nuestras músicas tradicionales; luego, salió esa otra escena de la música colombiana con elementos contemporáneos; así que el jazz no se volvió un fin, sino un camino. Y eso es lo bonito de todo lo que empezó a surgir después de las primeras ediciones de Jazz al Parque”.
Por su parte, el saxofonista Ricardo Narváez, quién se presentó con su septeto en esta edición, considera que el festival ha aportado mucho a la escena bogotana. “Muchos músicos se han contagiado de este género, lo cual, repercute en conciertos semanales en diferentes bares de la ciudad. Esto ayuda a que el nivel musical de la gente y de las bandas sea mejor cada vez”.
Y agrega: “Tocar aquí es muy importante por ser un escenario masivo que ayuda mucho a difundir mi música. Es, además, un festival de gran relevancia y de muy alto nivel, lo que me lleva a prepararme muy fuerte para brindar un concierto impecable”.
La música continúa —son siete horas por día— y decido dar un paseo por los alrededores: dos zonas de comida, carpas dedicadas a la literatura, un planetario móvil, los equipos de transmisión de la radio y la televisión pública de Colombia, todos son parte importante de esta festividad.
Empieza a caer la noche y el frío; para esta hora, calculo, hay cerca de 10 mil personas (se esperan 30 mil durante el fin de semana). Es turno de la Big Band Bogotá, proyecto surgido durante los 15 años de Jazz al Parque y que llama la atención por lo abierta e incluyente de su sonoridad. Ha recibido obra tanto de compositores de la tradición de la música colombiana, como de autores contemporáneos. Tal es el caso de Edson Velandia, artista multidisciplinario, quien en su participación en 2011 provocó al público y a la crítica con su pieza de tintes experimentales y al dirigir a la banda con un machete.
Al respecto, Giovanna Chamorro, gerente de Música de IDARTES, resalta la importancia de comisionar obra. “Garantiza que la creación para ese tipo de formatos se esté renovando cada año, se toque y circule. Lo que ha logrado esta Big Band es que las comisiones se salgan de los estándares del jazz y poder mostrar lo que están haciendo los nuevos compositores que además vienen de otras corrientes”.
Me llama la atención lo desenfadado que es para los bogotanos escuchar música en el festival. Disfrutan hasta el límite a las bandas, las pocas veces que falla el sonido se quejan sin pudor, y el ambiente ya se acerca más a un festival de rock. Recuerdo a Leonardo, personaje del cuento Ácido, del escritor Diego Zúñiga, quien dice que sus compatriotas son una cosa de locos: “una rumba que no se acaba nunca”.
Entrada la noche, y para cerrar, los artistas internacionales hacen los suyo durante el fin de semana: Courtney Pine, Steve Bernstein, Henry Butler, Esperanza Spalding y Wayne Shorter devoran el escenario como de costumbre y el público lo agradece. Pero cuando el festival parece ser de los foráneos, la organización tiene un gesto y otorga públicamente, en el momento estelar de la jornada, un reconocimiento al compositor Antonio Arnedo, artista fundamental en el jazz colombiano.
La música de Wayne Shorter anuncia el final de esta edición del festival. A pesar del cansancio, la gente está feliz, satisfecha. Jazz al Parque es más que un espacio de convivencia de los bogotanos. Es un espacio que propicia el diálogo, algo tan necesario en países con tanta desigualdad como los nuestros. Jazz al Parque es —como dice Luis Daniel Vega—, alegría en medio de la desolación.
*Crónica escrita para la edición 2015 del festival.